Vinos cargados de frutalidad (aromas de frutas frescas o maduras) con presencia de madera -cacao, café, coco, cedro-, acompañados de profundos colores púrpura, morado y rubí; eso es lo que percibimos cuando nos encontramos ante un vino moderno (vino modernos vs. clásicos, Rubén Jiménez, 2013.).

La tecnología incorporada a finales del siglo pasado permite conservar los aromas que se perdían antes de contar con los tanques refrigerados, que nos permiten controlar la temperatura durante la fermentación y así evitar la volatilización de estos aromas.

El uso permanente de protocolos de limpieza en la bodega evita la aparición de olores que antes eran muy frecuentes en los vinos, como estiércol, col o manzana podrida. Una bodega moderna es tan limpia como una sala médica.

 

 

Y la higiene llegó hasta las barricas. Los aromas a madera (arriba mencionados) son la presunción del bodeguero de sus barricas nuevas con distintos grados de tueste. Contrariamente a las bodegas que presumían su “botas” (Tonel de madera de roble de 500 a 600 litros; Diccionario del vino) para vino de 50 años de edad, que no sólo no aportaban ya aromas de madera, sino que además podían contaminar el vino con microorganismos que dan aromas desagradables al vino.


Recientemente los consumidores han seguido la moda de vinos con mucho color, por lo que las bodegas han ocupado herramientas biotecnológicas, utilizando proteínas con capacidad para degradar la piel de las uvas (Urbina vinos blog, 2011), y así incorporar más color a los vinos.


El gran reto de los vinos modernos es no abusar de la madera nueva, de tal suerte que los aromas de fruta queden opacados y no se aprecie el trabajo en el viñedo. Terreno en el que éstos vinos compiten con las bodegas que han unido tradición y modernidad.
20 julio 2016 — Miguel E. Serrano